Solo una luna de globo que colgaba del cielo y que jugaba a esconderse detrás de las nubes; solo ella estaba presente cuando el peregrino entró en la Praza do Obradoiro. No había sonido de gaitas, turistas ni otros peregrinos. Algún trasnochado con paso de firmeza cuestionable y mirada perdida. La mirada del peregrino también estaba perdida, traía la pierna derecha a remolque y una barba desaliñada que ocultaba una piel quemada por el sol, un sol de una primavera que alternaba noches frías y días calurosos. En la mano derecha llevaba una rosa con lo que le quedaba de tallo dentro de una botella de plástico.
Un fantasma miró la rosa con desprecio y dijo:
—¿Desde dónde?
—Oviedo —dijo el peregrino.
—¿Cuántos días?
—Doce. O trece, no sé, la verdad.
El peregrino la había encontrado en el suelo, cortada, a las afueras de Oviedo. Cada día le cambiaba el agua. Cuando le preguntaban el porqué, él no respondía, se limitaba a sonreír. Aunque nunca lo dijo, a veces, solo a veces, metía la nariz entre los pétalos y con los ojos cerrados viajaba a otro lugar, a otro tiempo, y se encontraba con sus fantasmas, no con el que le esperaba en la Praza do Obradoiro sino con los del pasado buscado y los del futuro esperado. Luego volvía, daba un paso más y continuaba su camino.
—Ya estamos aquí —dijo el fantasma.
—Sí —dijo el peregrino.
Le dio la espalda al fantasma, miró a la rosa y susurró:
—¿Y ahora?
Esperó por la respuesta. No llegó. El peregrino se alejó y el fantasma gritó:
—¡Eh! ¿Sabes que se va a marchitar, no?
El peregrino no se dio la vuelta.
—Como todo —dijo.
Volvió a meter la nariz entre los pétalos y dio un paso más.
Después siguió su camino.
FIN